jueves, 22 de octubre de 2015

Derecho a decidir



Es una opinión compartida el que las leyes deben buscar la justicia. Por eso, las normas no deben beneficiar a alguien si aquello constituye un atropello para los demás. No obstante, algunos proponen legislar para ampliar la libertad de las personas, sin analizar previamente si aquello es justo o injusto. Así sucede, por ejemplo, con la interrupción de la vida. Se pretende justificar este acto a partir de la autonomía de la persona, de su derecho a decidir. Sin embargo, no se exponen convenientemente los argumentos que justifican dicho acto, es decir, las razones que muestren que ese acto es justo. Al legislador le compete justamente este aspecto porque debe velar por lo que es justo, y mientras no existan razones que lo demuestren, no debe declararlo legal. 

A veces, se insinúa la necesidad de legalizar determinadas conductas por el hecho de que son una realidad en nuestra sociedad, y no podemos seguir haciendo ojos ciegos. Sin embargo, el robo y el hurto, por ejemplo, son males antiquísimos, y los infractores han tenido sobrados motivos para realizarlo: el deber de alimentar una familia, la falta de trabajo, etc. No obstante, aunque estas razones son atendibles, no estamos dispuestos a legalizarlo, porque sus consecuencias son nefastas para la sociedad, y el mal no debe promoverse ni ampararse bajo la ley. Lo mismo puede decirse de la interrupción de la vida: algunas personas tienen motivos para desearlo; sin embargo, esto no justifica su legalización, pues se cae en una espiral de efectos sociales indeseados.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Paradojas del Derecho


      Hace un tiempo, una persona me decía que, mientras más libertad se conceda a las personas, mejor. Por eso, se deberían dictar leyes que toleraran cualquier tipo de uniones y de familia, porque eso pertenece al ámbito individual, y –en su opinión– no afecta a la sociedad o, al menos, ha de respetarse la libre decisión de los individuos. Por otra parte, hace unas semanas leí que en un estado de Estados Unidos, a las personas no videntes se les permitirá portar armas de fuego. Algunas de estas personas, supuestamente beneficiadas con esta medida, se opusieron tajantemente a la resolución, por los previsibles accidentes indeseados que causarían ellas mismas. Se ve entonces que el razonamiento que tan frecuentemente oímos: “mientras más libertad, mejor”, conduce a paradojas.

martes, 26 de noviembre de 2013

El "Viejo" Continente

      Según el INE de España, en los próximos diez años el número de personas que nazca en ese país será menor que el número de personas que fallezcan; es decir, se agravará la crisis demográfica que actualmente sufre. En consecuencia, es muy posible que la carga tributaria que deba soportar la población laboralmente activa sea mayor que la actual. Según los datos, además, esta crisis comenzó a gestarse en la década de los ochenta y de los noventa, cuando se introdujo el aborto.

      En nuestro país se propone el aborto como una supuesta solución a ciertos problemas. Sin embargo, ¿no será que lo que parece la solución más sencilla, trae consigo problemas mucho mayores?

domingo, 6 de octubre de 2013

Un martillo, una rosa, y un tú

Los antiguos decían que existía tres tipos de bienes: los útiles, los deleitables y los honestos. 

Los bienes útiles son aquellos que no se buscan por sí mismos, sino como un medio para conseguir otra cosa. Así, por ejemplo, el herrero utiliza el martillo para forjar el hierro fundido, y al concluir su labor prescinde de él.

Los bienes deleitables son un poco más perfectos, pues se buscan en tanto que otorgan algún tipo de satisfacción. Así, por ejemplo, una rosa de color rojo y de una fragancia intensa, se quiere para admirarla, decorar la casa, y para que lo demás gocen también al verla. Son más que un mero instrumento, aunque el periodo del que podamos disfrutar de ella es también breve.

Los bienes honestos son los más perfectos de todos, pues no se buscan como un medio para otra cosa, ni como un mero objeto de deleite, sino por sí mismos. Es decir, son tan perfectos que no tiene sentido buscarlos anteponiendo una condición: los amamos sin más. Así sucede, por ejemplo, con el cariño de una madre por su hijo, o con el amor entre los esposos: se aman más allá de sus cualidades físicas, porque sus cualidades espirituales lo hacen merecedor de un cariño -o al menos de un respeto- sin condiciones.

            Las personas son lo más perfecto que nos rodea. Merecen ser consideradas, por tanto, como lo que son: un bien honesto, dignas de respeto y admiración, más allá de simpatías o antipatías, o de cualidades físicas que suelen ser muy pasajeras.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Lecciones de la crisis

Hace poco sufrimos una crisis económica de un alcance insospechado. Después de cinco años algunos países aun la padecen, y hay un consenso bastante amplio de que uno de los elementos que la agravó fue la falta de regulación.

Antes de que estallara la crisis, se creía que una excesiva regulación en la economía podría ser nociva. Se partía de la premisa de que el mercado es eficiente y, por tanto, cualquier imperfección en su funcionamiento sería resuelta por una especie de mano invisible. No se sabía cómo intervendría aquella mano invisible para corregir cualquier defecto o injusticia; no obstante, había una confianza casi ciega en su eficacia. Se pensaba que podíamos buscar tranquilamente nuestro beneficio personal, pues el beneficio global ya llegaría de algún modo. Es decir, la suma de los beneficios individuales otorgaría –no se sabe cómo– un bien para la sociedad.

Finalmente hablaron los resultados: aquella mano invisible no hizo su anhelada aparición, y las autoridades debieron intervenir para solucionar las irregularidades. La historia nos recordó entonces una lección olvidada: la espontaneidad no es un guía que conduzca siempre al éxito, si no va acompañada de unas normas que la encaucen. Estamos ahora más dispuestos, por tanto, a sacrificar nuestro interés particular si el bien de los demás lo requiere, aceptando normas comerciales que hagan compatibles nuestro beneficio con el de los demás.

Pues así como la economía es un ámbito de la vida en sociedad que ha de estar regulado, la familia y el matrimonio también han de estarlo. Estos pertenecen al ámbito individual, pero no exclusivamente, pues tienen una repercusión social. Al igual que la economía, no sería razonable abandonarlos en manos de la libre iniciativa. Actualmente se desconocen las consecuencias sociales de la aceptación de cualquier tipo de familia, y no debemos ingenuamente pensar que al aceptarlos los resultados serán –no se sabe cómo– positivos para la sociedad. Aquí tampoco habrá una mano invisible que repare los perjuicios que se siguieran; somos nosotros los que, con unas leyes u otras, damos forma a la sociedad. No parece razonable, por tanto, dar un paso hacia lo desconocido, descargando nuestra responsabilidad en manos de la libre iniciativa, sobre todo en un ámbito tan delicado como es la familia.

martes, 6 de agosto de 2013

¿Estoy en mi Derecho o no?

En nuestra vida gozamos de distintos tipos de bienes, algunos de los cuales no son indispensables para vivir en sociedad (por ejemplo, el practicar un deporte u otro), y otros que en cambio sí lo son (por ejemplo, el aire limpio). Estos últimos, además, estamos dispuestos a protegerlos mediante leyes en algunos casos. Así, si descubrimos que es beneficioso poder circular libremente por las calles para ir al trabajo o de vacaciones, estaremos de acuerdo en una ley de tránsito que lo estipule; y si es conveniente que los propietarios conserven la casa donde viven, no dudaremos en que haya una ley de propiedad; y si estimamos que la salud es prioritaria y contamos con medios económicos para financiarla, dictaremos una normativa que la asegure. En cambio, no se nos ocurriría legislar, por ejemplo, sobre el lugar de veraneo, pues sabemos que unos prefieren el mar y otros el campo, y no nos importa, como ciudadanos, donde veranee nuestro vecino.

Por eso, cuando se discute si un determinado aspecto de la vida en sociedad debe ser legalizado, lo importante es tener claro, primero, si aquello constituye un bien para la sociedad o no. Si es conveniente para todos en cuanto ciudadanos, puede ser legalizado, dado que todos nos beneficiaríamos con ello; pero si se trata de los gustos y preferencias –que legítimamente cada uno puede y debe tener– aquello no basta para que se dicte una ley, pues esta está destinada a lo que conviene a la sociedad como un todo. Al legislar se debe considerar entonces no tanto los intereses individuales, sino el bien de la sociedad. Un ejemplo. Queremos saber si es conveniente o no que el país entre en un conflicto bélico con nuestros vecinos: preguntamos la opinión a los zapateros, a los fabricantes de armas, a los vendedores de comida, a los fabricantes de ropa y a los productores del acero. Tal vez todos ellos estarán de acuerdo en entrar en guerra, por la única razón de que sus productos se consumen abundantemente en periodos de guerra y, por lo tanto, aumentarían sus ventas. Sin embargo, un político sensato no tomaría las armas considerando solo ese punto de vista -aunque ellos constituyan la mayoría- sino que reflexionará sobre lo conveniente para el país en su conjunto.

Actualmente se discute si el matrimonio entre personas del mismo sexo debe legalizarse o no. Pienso que lo primero es reflexionar sobre los beneficios que otorgaría un matrimonio de este tipo, de los que, por cierto, han de participar todos los ciudadanos. Si llegamos a la conclusión de que solo favorece a quienes se casan porque así satisface su interés, no sería suficiente para elevarlo a la categoría de ley; en cambio, si su legalización tuviese una repercusión social positiva, podríamos declararlo como tal.

En las conversaciones que he presenciado, no se habla tanto de la repercusión social que pueda tener la legalización de un matrimonio de este tipo, sino que se dice que es un derecho sin más: que todos somos iguales ante la ley, que el no contemplarlo en la ley es una discriminación, que si alguien piensa así no hay razón para impedírselo, etc. Es decir, se sigue considerando solo el bien particular, que no es el más relevante cuando se trata de dictar una ley.

Algunos, con una visión un poco más global, señalan que un reconocimiento de este tipo fomentaría un clima de respeto hacia todas las personas, y aquello sí constituiría un bien social, y por tanto, sería conveniente legalizarlo. Sin embargo, no parece necesario dictar una nueva ley de matrimonio para que se las respete, como tampoco se dictará una ley que mande respetar a quienes no apoyan a mi equipo de fútbol, a quienes trabajan en otra empresa, a quienes militan en otro partido político o a quienes piensen distinto. Debemos respetarlos porque son personas, lo diga o no la ley.

Pienso que estamos muy acostumbrados a pensar individualmente, y razonamos: “hay mucha gente a la que le gustaría hacer tal cosa (sobre la cual yo no estoy de acuerdo), pero como yo no soy nadie para impedírselo, estoy de acuerdo en que haya una ley que reconozca ese derecho”. A mi modo de ver, ese razonamiento es muy respetable cuando se trata de bienes privados, de gustos y opiniones que no afectan negativamente a los demás; sin embargo, cuando se trata de leyes, el razonamiento no puede ser el mismo, pues esta no busca favorecer a determinados grupos, sino preservar aquello que es mejor para la sociedad.

Pensar a partir de lo mejor para la sociedad, no constituye una discriminación ni una visión egoísta, sino todo lo contrario: es evaluar mis intereses considerando también el bien de los demás, poner por encima de mi interés particular el del país; en definitiva, es pensar cuál es la mejor sociedad que quiero construir.

jueves, 1 de agosto de 2013

Peste negra

En el siglo XIV la peste negra azotó a Europa y se cobró millones de vidas humanas. En aquella época, se pensaba que eran los gatos los que transmitían esa enfermedad, cuando en realidad fueron los ratones. Lo que se hizo entonces fue matar a los gatos, pero al haber menos gatos, se multiplicaron los ratones, y la peste se volvió incontrolable. 

Algunos proponen acabar con la vida de los niños concebidos de una violación, pero aquello es ensañarse con quienes no tienen culpa de ello. Me temo que el resultado sería como el de la peste negra: los responsables de la violación se multiplicarían como ratones, de manera que la medicina sería más nociva que la enfermedad.