En
nuestra vida gozamos de distintos tipos de bienes, algunos de los cuales no son
indispensables para vivir en sociedad (por ejemplo, el practicar un deporte u
otro), y otros que en cambio sí lo son (por ejemplo, el aire limpio). Estos
últimos, además, estamos dispuestos a protegerlos mediante leyes en algunos
casos. Así, si descubrimos que es beneficioso poder circular libremente por las
calles para ir al trabajo o de vacaciones, estaremos de acuerdo en una ley de
tránsito que lo estipule; y si es conveniente que los propietarios conserven la
casa donde viven, no dudaremos en que haya una ley de propiedad; y si estimamos
que la salud es prioritaria y contamos con medios económicos para financiarla, dictaremos
una normativa que la asegure. En cambio, no se nos ocurriría legislar, por
ejemplo, sobre el lugar de veraneo, pues sabemos que unos prefieren el mar y
otros el campo, y no nos importa, como ciudadanos, donde veranee nuestro
vecino.
Por
eso, cuando se discute si un determinado aspecto de la vida en sociedad debe
ser legalizado, lo importante es tener claro, primero, si aquello constituye un
bien para la sociedad o no. Si es conveniente para todos en cuanto ciudadanos,
puede ser legalizado, dado que todos nos beneficiaríamos con ello; pero si se
trata de los gustos y preferencias –que legítimamente cada uno puede y debe tener–
aquello no basta para que se dicte una ley, pues esta está destinada a lo que conviene
a la sociedad como un todo. Al legislar se debe considerar entonces no tanto
los intereses individuales, sino el bien de la sociedad. Un ejemplo. Queremos
saber si es conveniente o no que el país entre en un conflicto bélico con nuestros
vecinos: preguntamos la opinión a los zapateros, a los fabricantes de armas, a
los vendedores de comida, a los fabricantes de ropa y a los productores del
acero. Tal vez todos ellos estarán de acuerdo en entrar en guerra, por la única
razón de que sus productos se consumen abundantemente en periodos de guerra y,
por lo tanto, aumentarían sus ventas. Sin embargo, un político sensato no
tomaría las armas considerando solo ese punto de vista -aunque ellos
constituyan la mayoría- sino que reflexionará sobre lo conveniente para el país
en su conjunto.
Actualmente
se discute si el matrimonio entre personas del mismo sexo debe legalizarse o
no. Pienso que lo primero es reflexionar sobre los beneficios que otorgaría un
matrimonio de este tipo, de los que, por cierto, han de participar todos los
ciudadanos. Si llegamos a la conclusión de que solo favorece a quienes se casan
porque así satisface su interés, no sería suficiente para elevarlo a la
categoría de ley; en cambio, si su legalización tuviese una repercusión social
positiva, podríamos declararlo como tal.
En
las conversaciones que he presenciado, no se habla tanto de la repercusión
social que pueda tener la legalización de un matrimonio de este tipo, sino que
se dice que es un derecho sin más: que todos somos iguales ante la ley, que el
no contemplarlo en la ley es una discriminación, que si alguien piensa así no
hay razón para impedírselo, etc. Es decir, se sigue considerando solo el bien
particular, que no es el más relevante cuando se trata de dictar una ley.
Algunos,
con una visión un poco más global, señalan que un reconocimiento de este tipo fomentaría
un clima de respeto hacia todas las personas, y aquello sí constituiría un bien
social, y por tanto, sería conveniente legalizarlo. Sin embargo, no parece
necesario dictar una nueva ley de matrimonio para que se las respete, como
tampoco se dictará una ley que mande respetar a quienes no apoyan a mi equipo
de fútbol, a quienes trabajan en otra empresa, a quienes militan en otro
partido político o a quienes piensen distinto. Debemos respetarlos porque son
personas, lo diga o no la ley.
Pienso
que estamos muy acostumbrados a pensar individualmente, y razonamos: “hay mucha
gente a la que le gustaría hacer tal cosa (sobre la cual yo no estoy de
acuerdo), pero como yo no soy nadie para impedírselo, estoy de acuerdo en que
haya una ley que reconozca ese derecho”. A mi modo de ver, ese razonamiento es
muy respetable cuando se trata de bienes privados, de gustos y opiniones que no
afectan negativamente a los demás; sin embargo, cuando se trata de leyes, el
razonamiento no puede ser el mismo, pues esta no busca favorecer a determinados
grupos, sino preservar aquello que es mejor para la sociedad.
Pensar
a partir de lo mejor para la sociedad, no constituye una discriminación ni una
visión egoísta, sino todo lo contrario: es evaluar mis intereses considerando
también el bien de los demás, poner por encima de mi interés particular el del
país; en definitiva, es pensar cuál es la mejor sociedad que quiero construir.